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Por un privatismo socialista.

Las cuestiones tratadas en este artículo, así como las opiniones e interpretaciones allí presentadas, son un reflejo de la posición del autor y no de Enclaustrados como medio de difusión.

Fotografia tomada de: Grupogeard


“El liberalismo tiene que abrevar de las canteras del socialismo”

— Rafael Uribe Uribe


Es habitual que las clases acomodadas pregonen que cualquiera puede generar fortuna, y que lo único que falta es motivación. Es por esto popular, pero también infame, la expresión “el pobre es pobre porque quiere”. No obstante, si se les propusiese aportar de su patrimonio una parte para que alguien desfavorecido la invierta, vería en ello un ultraje. Pero es aquí donde debe surgir un nuevo ideario que debe escindirse del comunismo típico y del socialismo de cabecera: esta problemática no se soluciona con una imposición económica estatal a los grandes patrimonios, sino con la restauración moral de toda la república para que asuma las responsabilidades colectivas que al Estado no deberíamos darle, tanto por el respeto a la autonomía privada como por su condición de ineficiencia y corruptibilidad.

Partiendo de este punto, es posible encauzar con precisión la problematización de la anterior premisa. Las clases ricas que controlan el progreso económico promulgan la industrialización del país y la creación de empresa, pero no saben aumentar las tasas nacionales de ahorro e inversión porque no financian la educación de estas disciplinas, ni guían sus inversiones a algo diferente a conseguir mayores ganancias con menores riesgos[1]; aseguran que debe haber créditos de inversión, pero su propaganda bancaria premia el consumo y la deuda por encima del fomento presupuestal[2]; condenan los subsidios a las necesidades básicas, pero vegetan sobre el desperdicio, la opulencia y la creación artificial de demanda de tales productos[3];decretan el libre comercio, pero importan manufacturas extranjeras para consumo y comercio, desatendiendo los bienes de capital cuya demanda podría abaratar el desarrollo del país[4]; abanderan la filantropía y el altruismo, pero reducen mecánicamente sus impuestos mediante donaciones selectivas[5]; sostienen que cubren la demanda de empleo, pero persiguen a los trabajadores que no le son sumisos (ignorando la calidad intuitu personae del contrato laboral), vinculan profesionales por salarios bajos y no le dan voto a sus sindicatos sino que se limitan a ser adversariales[6]; hablan de la formación del mercado interno, pero no reprochan el modelo jurídico que obstaculiza la transmisión de tierras, ni promueven la prestación propia ni estatal de garantías para un proyecto de vida rural[7].

¿Cómo podría en Colombia afirmarse la existencia del capitalismo si son las mismas industrias las que maquinan indirectamente contra su formación? Lo cierto es que en Colombia no existe realmente un capitalismo, pero no porque los empresarios conspiren contra su consolidación (lo cual sería atribuirles una maldad que realmente no poseen), sino porque buscan defender su privilegio[8] y, sin darse cuenta, están impidiendo que florezca el sistema al que tanto deben. Tal imprudencia es lo realmente reprochable.

El Estado sería incapaz de solucionar estas cuestiones, puesto que son producto del actuar libre de los individuos en el aparato económico, razón por la cual no tiene cabida tampoco hablar de aumentar las cargas tributarias, que en efecto deben ser progresivas, pero son ya exorbitantes para los grandes capitales dado que la mayoría de la población colombiana es incapaz de generar suficiente riqueza para distribuir mejor la carga y aliviar a los sectores productivos. La libertad individual, en síntesis, está mal encaminada, y aunque es un precepto que debe ser enteramente respetado, se cimenta en concepciones erradas del capitalismo y del pueblo. Del primero, por cuanto nuestro sistema comercial hace creer que los efectos de los negocios sólo se extienden a las partes societarias y a sus compradores. Tal es un argumento falaz, no porque sea necesaria una regulación absoluta, sino porque le arrebata la dirección productiva a la república para dársela a los capitales. Es por esto que la economía nacional no tiene un horizonte claro más allá de la generación de riqueza para los inversores, ignorando que nuestra carta política establece como un imperativo la planeación del desarrollo sostenible, que debe estar conformada, entre otros, por los sectores económicos[9]. Y es que, así como no es lógico establecer objetivos financieros que sólo consideren al Estado (ya que éste no es el único partícipe del esquema económico), tampoco tiene sentido que sólo coexistan como dirección los objetivos disímiles de industrias nacionales sin rumbo uniforme.

Ingenuamente, el esquema jurídico-social del comercio promueve una visión sesgada, pues considera que cualquier tipo de directriz social de su ejercicio es también un atentado a su libertad, pues tienen miedo de ver desaparecer lo único que les parece valioso en el mundo, esto es, su propiedad[10]. Tanto es así, que ven en los bienes y el dinero la única forma de ejercer su autonomía individual: no tiene valor el trabajo del artista si no puede sacar rédito de su obra; no tiene valor la educación si no está encaminada a formar trabajadores dependientes; no tiene valor la cultura si no se puede mercantilizar; no tiene valor el ser humano si no posee un patrimonio que le “libre” de la ignorancia. Se trata, pues, de la concepción “bancaria” de la propiedad, que dicta que la realización humana está en lo que posee y se hace más grande entre más del mercado acapare y consuma. ¿Acaso no está en nuestra Constitución que la propiedad tiene una función social que implica obligaciones de sostenibilidad y de cesión a intereses públicos[11]?

Así pues, es posible comprender que la visión errada sobre el pueblo es enteramente accesoria a la concepción consumista del capitalismo, por cuanto justifica la deshumanización de la que son objeto los pobres y desaventajados. Su cosificación promueve la idea de que es incapaz de valerse por sí mismo, que siempre va a necesitar de una mano “benevolente y generosa”, que siempre será un ignorante que no sabe nada del mundo por haber cometido el terrible pecado de nacer con escasos recursos. Por ello es que ese “resentimiento social”, que tanto condenan las clases altas, existe realmente, pero no en el sentido económico de no poseer lo que ellos, sino en el sentido humano de emancipación, porque es a los pobres a quienes se les mira con desprecio, a los que se les aparta del desarrollo urbano, a los que se les culpa del atraso, a los que se les minimizan sus problemas, a los que tachan de ignorantes y les niega la educación de calidad, a los que no se les tiene en cuenta su cosmovisión y se les teme como a una plaga.

La ausencia de objetivos económicos conlleva también la falta de fines morales y ontológicos que le den sentido a la vida humana por encima de la propiedad y de las ideologías. Y es que las clases acomodadas, a fin de imponer su perspectiva capitalista del progreso, no creen que el pueblo colombiano sea capaz de asumir dicha dirección, pero también le niegan la capacitación necesaria para tomar tales riendas. La educación, encaminada a convertir a los ciudadanos en trabajadores indiferentes, solo consigue que las masas populares crezcan abanderadas de causas que no les pertenecen, y es que, estando empeñada en instruir la sumisión por encima de la crítica liberadora, consigue que los oprimidos quieran convertirse en opresores[12].

He allí el germen de la falta de dirección que aqueja al pueblo: la educación lo bestializa y divide vetándole el encauce de su resentimiento hacia la transformación moral e institucional de la república, sino que lo limita al desorden y a la revuelta en paros, en marchas y en la destrucción de los bienes públicos sin objetivos trascendentales definidos[13]. Al pueblo se le ha irrespetado su agencia, se le ha tratado como un ente barbárico, se ha promulgado que no se puede confiar en él, pero nada se ha hecho para sacarlo de tal estado de decadencia más allá de lo que beneficie a los promotores de semejante empresa[14]. Ni siquiera los partidos han servido para crear sensatez política que agrupe, organice y dé participación a las discrepancias que existen entre el pueblo, sino que se han dedicado a atacarse y aferrarse al poder político como portador de verdades indiscutibles, arraigados al personalismo de sus dirigentes,[15] llámese Petro, Uribe, Galán… ¿Cómo podrían los partidos afirmar que son “defensores de la democracia” si se encargan de difundir ideales vagos y a menudo contradictorios, si no enseñan a sus militantes la autocrítica, ni sus derechos políticos constitucionales, ni tienen presencia fuera de campañas y repartos burocráticos?

Es por esto que debe existir una revolución eminentemente colombiana para el pueblo colombiano, que no debe recaer en el sinsentido de las ideologías importadas, y por ello no debe hablar del comunismo marxista, ni de mercado maoísta, ni del mal llamado castrochavismo socialista, no sólo porque la historia ha demostrado las graves consecuencias que estos movimientos han tenido para la libertad del individuo y de la construcción económica, sino porque responden a procesos externos que no son los que este pueblo colombiano aqueja.

Esta revolución tiene el imperante de proceder con cautela, pues tampoco pretende la falsa dicotomía, el maniqueísmo del bien contra el mal, del capitalismo contra el socialismo, de la libertad contra la opresión ni de la lucha de clases, sino de la lucha contra el sistema de clases, contra la inconciencia moral de los acomodados y la falta de crítica y dirección de los empobrecidos, contra la ignorancia que gesta la desinformación mediática, la politiquería y el favoritismo.

Esta revolución no debe prever ni la revuelta, ni la destrucción del Estado ni sus instituciones, ni el control gubernamental, ni reformismo jurídico, sino la transformación severa e inexorable de los fundamentos que rigen la sociedad colombiana, algo que no se logra mediante la tiranía legal, sino con la convención social de castigar el odio a la pobreza, la contradicción ideológica, la politiquería, la corrupción, la violencia y la deshumanización en cualquiera de sus aspectos independientemente de sus sujetos.

Aquí subyace la naturaleza de este movimiento: privatista, por cuanto debe articularse desde la libertad individual de cada persona, de su propiedad, de su cosmovisión, de sus líneas ideológicas, de su autocrítica, a fin de atribuirle la responsabilidad solidaria que le corresponde para con la república, en subsidio de un intervencionismo estatal en que estribe la justicia; socialista, por cuanto debe orbitar en torno a objetivos definidos para el desarrollo económico, político y colectivo uniforme y sin privilegios arbitrarios, como un parámetro para la formación del capitalismo y del ejercicio de la libertad. Esta no es una denominación nueva, ya había sido blandida por Rafael Uribe Uribe (quien era hacendado y había luchado por los derechos laborales de sus subordinados), María Cano, Jorge Eliécer Gaitán, Gerardo Molina y Virgilio Barco[16]. Pero esto nos demuestra que la cabeza de su lucha debe ser eminentemente liberal, abierta a la dialéctica, aunque necesitada también de restaurar en su carácter partidista. Sólo allí se podrá fundar una nueva sociedad que pueda asumir los cambios que Colombia necesita, una conquista a la vez.


Referencias:


[1] García-Nossa, Antonio. “El pensamiento social en nuestra historia contemporánea”. En Gaitán y el camino de la revolución colombiana, 99-115. Ediciones Camilo, 1974. [2] López-Castro, Yira. "El derecho a la vivienda como derecho a la propiedad privada financiada". En Debates contemporáneos sobre la propiedad, 95–126. Editorial Universidad del Rosario, 2021. https://doi.org/10.2307/j.ctv1ks0h6w.8. [3] Rodríguez Díaz, Susana. "Consumismo y Sociedad: Una visión crítica del "homo consumens"". Nómadas. Revista Crítica de Ciencias Sociales y Jurídicas 34, n.º 2 (16 de abril de 2013). https://doi.org/10.5209/rev_noma.2012.v34.n2.40739. [4] García-Nossa, Antonio. “El agotamiento histórico de la vía capitalista del desarrollo”. En Una vía socialista para Colombia. Ediciones Cruz del Sur, 1972. [5] Celedón, Nohora. "Así pagan menos impuesto de renta los superricos". La Silla Vacía, 29 de marzo de 2021. https://www.lasillavacia.com/historias/silla-nacional/asi-pagan-menos-impuesto-de-renta-los-superricos/. [6] Zuleta, Estanislao. “La educación, un campo de combate”. En Educación y democracia: Un campo de combate. Bogotá: Fundación Estanislao Zuleta, 1995. [7] Medina, Manuel Alberto Restrepo. "La dogmática constitucional sobre la democratización de la propiedad". En Debates contemporáneos sobre la propiedad, 41–72. Editorial Universidad del Rosario, 2021. https://doi.org/10.2307/j.ctv1ks0h6w.6. [8] "En Colombia, el 10 % de la población tiene el 70 % de la riqueza: Thomas Piketty". El Espectador, 27 de enero de 2022. https://www.elespectador.com/economia/en-colombia-el-10-de-la-poblacion-tiene-el-70-de-la-riqueza-thomas-piketty/. [9] Constitución Política de Colombia, artículos 339-344, capítulo 2, título XII. [10] Berl, Emmanuel. “El burgués y el gran hombre”. En Muerte de la moral burguesa, 15-36. Biblioteca Omegalfa, 2020. https://omegalfa.es/downloadfile.php?file=libros/muerte-de-la-moral-burguesa.pdf [11] Constitución Política de Colombia, artículo 58, capítulo 2, título II. [12] Freire, Paulo. “Pedagogía del oprimido”. Siglo XXI Editores, 2000. [13] García-Nossa, Antonio. “Revolución no es revuelta”. En Gaitán y el camino de la revolución colombiana, 135-139. Ediciones Camilo, 1974. [14] Gómez Aristizábal, Horacio. “Aspecto social de la conquista”. En Jorge Eliécer Gaitán y las conquistas sociales en Colombia, 88-111. ICELAC, 1991. [15] García-Nossa, Antonio. “La falacia de la tradición democrática”. En Dialéctica de la democracia. Sistema, medios y fines: políticos, económicos y sociales, 262-310. Ediciones Desde Abajo, 2013. [16] Galindo Hoyos et al., Julio Roberto. “El liberalismo en la historia”. Editorial Universidad Libre, 2017.


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